domingo, 1 de julio de 2012

Fuego.

Ayer estalló una caravana que estaba aparcada al lado de mi casa.

Me hallaba tumbado, leyendo, cuando escuché unas explosiones. Mi hermana se alarmó, yo la seguí, y salimos afuera. A lo lejos, una caravana ardía en naranjas explosiones, desprendiendo un humo de muerte que teñía el cielo, privándolo de su usual azul.

Los vecinos salieron de sus casas, dispuestos a disfrutar del espectáculo. Creo que llegué a ver a uno apoyado en la pared, comiendo pipas.

La caravana explotaba a ratos, sin mucha fuerza, y una joven lloraba al compás. No supe quien era. No me interesaba. Una vecina la acogió en sus brazos y la metió en su casa.

Llegó la policía. Intentaron apagar el fuego con un extintor. No se preocuparon en desalojar las casa ni alejar a los mirones. Siguieron usando el extintor hasta que se dieron cuenta del ridículo que estaban haciendo. Perdí el interés y volví a mi libro. No había leído una página cuando un sonido me hizo levantarme del sofá; una bombona de gas escupiendo destrucción.

Salí. En efecto, una bombona, justo en medio de la caravana, vomitaba su interior mezclándolo con poderosas lenguas de fuego que se alzaban hasta el cielo. Esperé pacientemente a que ocurriese algo. Algo grande y doloroso. Quería presenciar y sobrevivir a un desastre que se recordase durante años.

La bombona seguía en llamas pero no ocurría nada.

Muerto de aburrimiento volví adentro de casa y me acosté a leer hasta quedar dormido.