viernes, 30 de marzo de 2012

París, Texas.

Creo que te hablé alguna vez sobre ella. Pero también creo recordar que fue de forma breve, como una pequeña anécdota sin importancia; no es justo. No es una persona importante tal y como entendemos importante hoy día, pero yo no la calificaría de persona menor. Es complicado.

María es conocida en las calles de Barcelona como "la loca de París Texas". Un apodo bastante obvio si tenemos en cuenta que se deja caer por las ramblas con una bolsa de plástico enorme repleta de VHS de París, Texas. Muchos curiosos y gamberros se han acercado a husmear en ella, y la única respuesta ha sido un severo golpe de bastón en sus atontadas cabezas.

María nunca ha sido amante del cine. Podríamos decir incluso, que no le gusta el cine; no le gustan las palomitas, no le gusta estar en una sala repleta de desconocidos, no le gustan que la atosiguen a tráilers y anuncios antes de la película y, lo más importante, le aburre sobremanera dos horas de gente hablando en pantalla.

Sin embargo, María idolatra París, Texas.

Nadie sabe bien por qué. Unos dicen que fue en la proyección de esa película dónde conoció a su único marido, hoy fallecido. Otros, que el día del estreno dio a luz a su hijo Manuel, hoy día desaparecido tiempo atrás. Todo elaboran mil conjeturas pero obvian la respuesta más sencilla; a María le encanta la película. Nada más.

Me contó que, una vez, mientras los anuncios de su telenovela favorita, hizo un poco de zapping, y ahí estaba, ese área desértica con esa poderosa melodía de Ry Cooder de fondo. De algún modo la atrapó, y la vió de principio a fin. Cuando terminó, se sorprendió llorando a lágrima viva, como si de alguna manera hubiese encontrado algo con lo que conectaba.

Intentó ver más películas de Wim Wenders, pero, según me confesó, le resultaban pretenciosas y estúpidamente idealistas.

¿Y por qué lleva una bolsa repleta de mil copias de la misma película?, os preguntaréis. ¿Revende copias valoradas en el mercadillo?; nada que ver. ¿Está loca?; bueno, en cierto modo, sí, pero loca de amor.

Una vez (y sólo una vez), María me enseñó el contenido de su bolsa, y no pude quedar más perplejo; copias y copias de París, Texas, pero con la singularidad de que cada una de ellas era de un país diferente; una copia japonesa, alemana, francesa, hindú, española, taiwanesa, china, inglesa, portuguesa...

Confuso, le pregunté "María, ¿por qué tienes la misma película en diferentes idiomas?". Se tomó su tiempo para contestar. Tras varios minutos, levanto la cabeza, y en un hilillo de voz me contestó "Por si algún día vuelvo a encontrarlo, poder compartirla con él. Sea quien sea".

Fue la primera y última vez que me habló.

Aún la veo pasear, pateándose Barcelona de arriba a abajo, desde que sale el sol hasta que se oculta. Incansable, tenaz.

Espero que algún día encuentre lo que busca.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Noche en el teatro.

El Señor G deambula excitado. Su entrada de teatro, desgastada por los bordes de frotarla afanosamente. Fuma un cigarrillo tras otro, como un maníaco que se nutriese de humo en lugar de aire.

Mira el reloj. Es hora de ponerse en marcha.

Podría decirse que lleva meses esperando este momento. Ha creado tanta expectación en torno a ello que es consciente de que va a salir decepcionado. Y aún así, consigue mantenerse excitado.

Toma el tranvía y se interna en la bulliciosa y oscura ciudad. La gente, el resto del mundo, con sus agendas apretadas, moviéndose sin parar, como pequeñas abejas obreras. El señor G está por encima de todo eso; hoy conseguirá su ansiada libertad.

No tarda mucho en llegar al teatro. Es un edificio imponente dónde los sueños pueden hacerse realidad. Y G lo sabe. Se interna en sus puertas sin retorno y busca afanosamente su asiento. Está situado en la galería, la zona más alta del inmenso teatro.

El teatro está a rebosar, así que el señor G guarda cola pacientemente. Se percata de conversaciones vacuas y sin interés mantenidas por el resto de personas que ocupan la cola; matan el tiempo. G había comprendido hace mucho que no puedes matar el tiempo, así que hizo todo lo posible por no mezclarse con ellos.

Llegó su turno. Un amable acomodador lo dirigió hasta su asiento. Es justo como esperaba; asientos peligrosamente inclinados hacia el escenario, incómodos y, claro, los más baratos. G se sentó. Sus rodillas tocaban el asiento de enfrente, pero en lugar de sentirse incómodo, una cierta sensación de bienestar inundó su pecho. Todo estaba saliendo según lo previsto.

Una mujer, presumiblemente soltera, y de muy buen ver se sentó a su lado. Intentó entablar una conversación amable con G, pero, para él, ya era muy tarde. Quizás en otra época y en otro lugar podrían haberse conocido. Hoy día, G no aceptaba mas visitas.

Comienza el espectáculo. Se abre el telón y la música invade el teatro. Los bailarines hacen acto de aparición, con sus movimientos sugerentes y atléticos.

G se muestra cauto. Debe escoger el momento perfecto.

Llega el segundo acto, y G no puede esperar más. ¿Cómo saber cúando es el momento adecuado?, ¿y si termina la obra antes de que decida?. Ha invertido todos sus ahorros en esto, y no habrá una segunda oportunidad.

En el escenario, la bailarina encargada de protagonizar el rol de Odette remata un paso de baile de gran dificultad y el público estalla en vítores y aplausos.

G se decide. Es el momento.

Se pone en pie, aplaudiendo, y en el preciso momento en que los aplausos llegan a su clímax, tropieza intencionadamente con el asiento delantero y cae. Es una gran caída libre, y G no puede dejar de sonreír mientras los aplausos acompañan su descenso.

Un ruido sordo aplaca los aplausos. G se encuentra enfrente de la bailarina. Sabe que no le queda mucho, y en un último esfuerzo mira a la bailarina. Esta, se lleva las manos a la boca, y reacciona rápidamente. Se agacha junto a G, y comienza a hablarle en un idioma que éste no entiende.

G la observa. Unas pequeñas lágrimas comienzan a aflorar en sus ojos. En un gran esfuerzo, G esboza una sonrisa, y mientras ella toma su mano, dice;

- Esto no es tan trágico. Esto no es un drama. Te diré mil cosas por las que llorar...

El telón se cierra.

domingo, 18 de marzo de 2012

La muerte de Philip S. Owen.

Acabo de despertarme con el cadáver de Philip S. Owen a mi lado. Antes de abrir los ojos, un extraño olor me preveía de la situación. No era un olor a putrefacción, como podría esperarse. Todo lo contrario; un dulce olor a naftalina inundaba mi habitación. Dulce y frágil.

Giré mi cabeza y allí estaba, largo como es, ocupando la mitad de mi cama. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos a lo largo de su interminable cuerpo, y los ojos abiertos. En un principio pensé que estaba meditando; no es la primera vez que me despierto y lo veo junto a mí, ensimismado en sus pensamientos. Sin embargo, esta vez tenía la boca abierta, y sus ojos, siempre expresivos, se mostraban ausentes. Muertos.

Cualquier entendido en la materia te diría que maté a mi doppelganger. Cualquier psicólogo, que me deshice de una máscara que ya no necesitaba. Yo, no soy ni uno ni lo otro, así que solo te diré que me alegro de que ese cabrón haya pasado a mejor vida.

No me malinterpretes, no era mala persona. Sin embargo, en los últimos años, se estaba inmiscuyendo demasiado en mis asuntos. Mis amigos, siempre que quedábamos, me preguntaban si Philip también venía. Mi novia, se encariñó con él, y no era rara la vez que cuando yo trabajaba iban juntos al cine. Eso sí, a ver alguna película que a mi no me gustase y a ellos les diese la oportunidad de excusarse.

Me incorporé. Miré su cuerpo inerte y decidí actuar. Envolví el cadáver en una sábana, y lo transporté escaleras abajo. El cabrón pesa casi 90 kilos.

Una vez abajo, lo metí en el asiento trasero del coche, y puse rumbo a ningún lugar. Me encontraba extrañamente contento. Puse la radio, y como en señal de buenaventura, únicamente sonaban temas de mi agrado. Uno tras otro.

No tardé mucho hasta encontrar el lugar que, sin saber, estaba buscando; la casa del lago.




La casa del lago siempre ha supuesto algo único para mí. Allí pasé la mayor parte de mi infancia, y es uno de los pocos sitios que quedaron al margen del afán de control de Philip.

Me bajé del coche, cargué con su cuerpo hasta el embarcadero, y allí me senté. Estuve cavilando largo rato; ¿debería ofercerle un funeral vikingo?, ¿enterrarlo?. Mientras pensaba, fumaba un cigarrillo tras otro, nervioso. Más por el hecho de cómo me iba a cambiar la vida, de la libertad que supondría, que por tener que deshacerme de un cadáver.

Lo dejé afuera y entré en la casa a por algo de beber. Subí al desván, y allí estaban, esperándome; la bodega de mi difunto abuelo. Intacta. Lascivamente seductora. En honor a Philip tomé una botella del año en que nació, y tomé un largo trago.

Me sentía mejor.

Volví al lado del cadáver. El sol estaba ocultándose. Entonces decidí que hacer con él.

Nada.

Dejaría que igual que llegó, se fuese. Esperaría a su lado, como un enemigo fiel, hasta que su cuerpo se pudriese y viese como los gusanos devorasen su horrible rostro.

Me llevaría tiempo, pero no importaba. Tenía vino y cigarrillos de sobra.

viernes, 16 de marzo de 2012

Mordecai.

 Mordecai vivía con la familia Tenembaum, en la casa de la avenida Archer que Royal, el padre de familia, había comprado en su treinta y cinco cumpleaños.

Su mejor amigo era Richie, el más retraído y especial de la familia, por decirlo de algún modo. Cuando Richie se sentía solo, subía al tejado, le quitaba la capucha a Mordecai y le hablaba durante horas. Mordecai le escuchaba atentamente, con sus grandes ojos negros. Conseguía llegar adentro de Richie como ningún otro ser.

Una mañana, Richie sintió la imperiosa necesidad de liberar a Mordecai. Llevaba tiempo observando como sus historias, a ratos tristes y a otros aún más tristes, conseguían que el optimismo de Mordecai decayese poco a poco. Así, como toda persona que realmente ama a alguien, lo dejó ir.

Richie se situó en la esquina más al este del tejado, y con una fuerza y alegría pocas veces vistas en él, gritó;

- ¡Adelante Mordecai!






Mordecai tomó impulso, extendió sus poderosas alas y se lanzó hacia el cielo. Los vecinos que presenciaron las escena comentan que fue de una belleza tal que parecía sonar música de todas las ventanas del barrio. Una música épica, triunfal y liberadora.

Mordecai no miró atrás un sólo instante, y siguió subiendo y subiendo, hasta que los edificios más altos de la ciudad quedaron reducidos a diminutos puntos negros. Se dirigió hacia el Este, sin saber por qué. Tenía una extraña sensación de que allí le esperaba algo importante.

Voló durante largos días con sus oscuras noches sin parar a descansar ni un sólo momento. No necesitaba dormir, no necesitaba descansar, tan sólo encontrar aquello que su corazón tanto anhelaba y que llevaba guiándole desde su partida.

El día número trece, Mordecai llegó a una ciudad extraña. Parecía desierta, pero lo que realmente ocurría es que allí el tiempo pasaba muy despacio. La gente no tenía esa necesidad de urgencia de su lugar de origen, y disfrutaban de cada minuto, alargándolos como si fuese el último.
Así, se mantuvo suspendido en el aire, dando vueltas en círculo cual buitre carroñero, sin percatarse de que con cada aleteo se acercaba más al sol. No tardó mucho en sentir cómo sus plumas ardían, y cómo se precipitaba al vacío, sin remisión.

Cayó como un peso muerto. No podía mover sus alas, agotadas y quemadas, y mientras se acercaba inexorablemente a su fatal destino, pensaba;

- Bueno, al menos será en este lugar tan tranquilo. Me darán sepultura de una manera dedicada y amable.

Sin embargo, Destino hizo acto de presencia en forma de un majestuoso águila hembra que recogió a Mordecai a tiempo. Este, con los ojos aún cerrados, se sorprendió de la corriente de aire que salvó su vida, pero aún más cuando escuchó que le hablaba;

- Ya puedes abrir los ojos.

Así lo hizo, y su corazón se sobrecogió al ver tanta belleza. En ese momento, supo que había encontrado lo que llevaba buscando todo el viaje. Le fallaron las fuerzas, y cayó inconsciente.

Al despertar, ella estaba a su lado, dormida. Su ala le daba calor y cobijo, y allá dónde le faltaban plumas, las de ella se depositaban grácilmente. Ella despertó, y ambos, aves, se comunicaron con una simple mirada, y en un momento, supieron que estarían juntos por siempre.

Pasó el tiempo, y las heridas de Mordecai sanaron. Sus alas volvieron a ser las de antes, y llegó el momento de volar juntos. Subieron a lo más alto del edificio en que se alojaban. La ciudad se mostraba abierta hacia los dos enamorados, deseando ser explorada de arriba a abajo. 

Ambos se asomaron al bordillo del alféizar y miraron abajo. Con un guiño cómplice se dijeron todo lo que hacía falta y el unodostres pertinente antes del salto al vacío. Corrieron hasta el final del alféizar y en el momento antes de saltar, Mordecai reculó. Ella se vió en el aire, sola, mientras Mordecai la miraba desde arriba, asustado.

Podría ser que aún no estuviese tan curado como pensaba. De este modo, ella, paciente y dedica como pocas amantes, volvió a su lado, y pasó un largo tiempo sanando sus heridas, haciendo el amor y planes de futuro, mientras la ciudad esperaba.

Tras un tiempo indefinido para un ave, y unos cuantos años para un humano, Mordecai se sintió listo. Ambos volvieron a realizar el mismo ritual en el alféizar, y en el momento clave, Mordecai volvió a arrepentirse. Sus alas estaban perfectamente, tanto amor y reposo las habían curado. Entonces, ¿qué ocurría?, ¿por qué no podía volar?.

Esto supuso un duro golpe para ella. Sabía que Mordecai jugaría un papel importantísimo en su vida, y había dado mucho por él, sin embargo, estaba cansada. Había empleado mucho tiempo y esfuerzo en ayudarle, y ya no podía más. Sin embargo, no dijo nada, y estuvo a su lado.

Mordecai perdió la fé. Estaba con su amada, y, sin embargo, esto ya no le daba fuerzas. No se había dado cuenta de lo mucho que ella estaba haciendo por él, y se había acomodado en las noches de amor y sábanas de paja junto a ella. El miedo a volar le había vencido, y siquiera era consciente.

Al poco tiempo, una mañana que Mordecai recordará toda su vida, despertó solo. El ala que tanto cobijo le había dado había desaparecido. Salió del nido, miró al cielo, y allí estaba ella, radiante, pero, a la vez, triste. Surcaba los cielos con furia, como queriendo destrozar las nubes y al creador de todo lo bello por haber permitido que algo tan único estuviese en riesgo.

Desde las nubes, sus miradas se encontraron. Mordecai se percató de las lágrimas que surcaban el rostro de ella. Esta, permaneció flotando sobre él, y con un gruñido que sólo ellos podrían entender, vino a decir algo así;

- Lo siento, mi amor, pero no puedo más. Necesitas curar tus heridas por tí mismo. Necesitas encontrarte, ser feliz, y, entonces y sólo entonces, ambos lo seremos.

Mordecai sintió como su pequeño corazón dejaba de latir, y con esfuerzo sobrehumano, replicó;

- Pero, yo te amo. Y lo haré hasta el fin de mis días.

En la cara de ella se dibujó una sonrisa, triste por la despedida, pero esperanzadora y llena de optimismo, porque sabía que ambos volverían a verse, y que esa vez sería la buena;

- Nos volveremos a ver, Mordecai. Te estaré esperando.

Y con estas palabras, desapareció de la ciudad.

Mordecai esperó. Horas que se convirtieron en días, que pasaron a meses y tornaron en estaciones, y cuando el gélido invierno hizo acto de presencia, decidió que debía actuar.

Su miedo a volar seguía ahí, acusado por la soledad y el remordimiento de haber hecho todo de la peor manera posible, y así, decidió volver a la casa de la Avenida Archer, dónde esperaba poder volver a ser él mismo, y dar sentido a toda su vida.

Volvió andando, cómo no, y fue un viaje largo, y duro. Mientras andaba, cavilaba, pensaba mucho; ¿por qué no podía volar?, o, mejor dicho, ¿por qué no quería volar?, ¿qué había ocurrido para pasar de ser un magnífico ejemplar, digno de los elogios de los más importantes maestros de cetrería, a un ser lleno de miedo y miseria?. No lo sabía, pero su corazón le decía que iba por buen camino.

Pasó mucho tiempo para un pájaro, demasiado incluso para un humano, antes de que volviese a divisar la casa dónde nació. Una vez en el portal, miró hacia arriba, y no pudo creer lo que veía; allí estaba, Richie, con su padre, Royal. Había crecido mucho, pero no había duda, era él. 

Su necesidad de verlo de nuevo, de contarle todas sus desventuras y escuchar una voz amiga fueron tan grandes que, cuando quiso darse cuenta, estaba volando hacia él.

En el tejado, Richie y Royal conversaban distraídamente, hasta que algo familiar llamó la atención de Richie;

- Mordecai – dijo, mientras miraba al cielo.

- ¡No me jodas!- exclamó Royal, sorprendido.

Mordecai se posó a un metro de Richie, temeroso de si le recordaría.

- Has vuelto – dijo éste.

- Santo dios, ese maldito pájaro debe tener un radar en la cabeza.

- ¿Eres tú, Mordecai?. No estoy muy seguro de que sea Mordecai.

Mordecai se sintió feliz, por primera vez desde que había estado con ella.

- ¿Cómo que no? - exclamó Royal - ha venido directo hasta aquí.

Richie observó atentamente a su amigo de la infancia. Una preocupación e incertidumbre se hicieron presentes en su rostro.

- Este tiene muchas más plumas blancas que él...

Y no hubo más palabras. Ambos se miraron, y se sintieron como si el tiempo no hubiese pasado. Mordecai le contó todo lo que había vivido, y Richie le escuchó. Tras esto, Mordecai miró al cielo, de un azul infinito, y mientras Richie peinaba su plumaje decidió que se fortalecería; crecería, superaría sus miedos, y volvería a por ella. El miedo le había estado acosando durante todo su viaje, pero ahora, con la mente clara y la ayuda de un gran amigo, supo que no habría barrera lo suficientemente fuerte que contuviese el amor entre ambos.

Volvería a verla, y todo iría bien.