miércoles, 16 de mayo de 2012

Niños perdidos.


Recuerdo con mucho cariño nuestra partida a Costume Quest, o, cómo grácilmente lo rebautizaste, Los niños perdidos.

Es un juego para un sólo jugador, pero aún así nos apañamos para disfrutarlo en compañía. Solía dejarte las zonas de exploración, y, cada vez que aparecía un combate, me pasabas el mando rápidamente para que machacase a los malvados que querían robarnos los caramelos.

Poco a poco fui instruyéndote en el arte del combate, fuiste ganando confianza y te enfrentabas a ellos con valentía y arrojo. Hubo algún jefazo que se te resistió, pero que acabó mordiendo el polvo con mi ayuda.

Así, fuimos avanzando, codo con codo. Ya no diferenciábamos entre partes de exploración y combate, simplemente nos pasábamos el mando sin ningún tipo de reglas de por medio; cuando uno estaba cansado de jugar, pasaba el mando, o cuando uno veía que el otro deseaba jugar, cedía amablemente el mando. De este modo, compartíamos el peso de la aventura.




Sin embargo, esto no estuvo nunca equilibrado. Al no haber especificado de que manera pasarnos el mando, qué tipo de objetivos queríamos alcanzar ni cómo, la partida se fue resintiendo.

Por otro lado, el haber tanta distancia física entre nosotros, consiguió que, de algún modo, cada vez nos costase más ponernos a jugar. El tiempo transcurrido entre cada partida era cada vez mayor, de este modo, cada nueva incursión nos suponía un esfuerzo considerable por reubicarnos en el mundo antes de poder proseguir nuestra aventura conjunta. Cuando comenzábamos a disfrutar de nuevo, uno de los dos tenía que irse y la partida volvía a quedar abandonada temporalmente.

Cada vez nos pasábamos el mando con más desgana. Ambos queríamos llegar al final y seguir avanzando, pero por otro lado, estábamos cansados. Sin embargo, ninguno dijo nada, y seguimos jugando, entre colchas y tés con leche, nuestro número de caramelos aumentaba a la par que nuestros enemigos derrotados.

Y entonces, ocurrió algo totalmente inesperado. Al llegar a la zona del parque de atracciones, nos quedamos atascados. Conseguimos un disfraz de papas locas, con el cual teníamos que engatusar al resto de niños para que nos siguiesen hasta el puesto de comida ambulante y avanzar. Sin embargo, no podíamos. Probamos todo tipo de formas, pulsamos todas las combinaciones de botones, maldecimos, apagamos, encendimos, volvimos a resetear, y nada. No había forma.

Habiéndolo dado todo por perdido, miramos una guía en internet, que explicaba que era un fallo del juego, y que la única opción llegados a ese punto era reiniciar la partida desde cero.

Esto nos supuso un duro golpe, tanto tiempo, esfuerzo y sacrificio invertidos para nada. Dudamos sobre que hacer, y al final optamos por la vía más fácil; mandarlo a la mierda.

Con un sentimiento de frustración, miedo y decepción, decidimos no conocer el final de los niños perdidos, los abandonamos a su fatal destino, sin pensar en las consecuencias. Los niños quedaron confusos, dando vueltas por el parque de atracciones, intentando buscar una explicación y únicamente encontrando desesperación.

Pienso en los niños, y siento que merecen una segunda oportunidad por nuestra parte. Una nueva partida, desde cero.  Merecen ser vistos como la primera vez, redescubiertos, y, sabiendo de antemano dónde está el error que nos impidió avanzar la última vez, sortearlo y seguir adelante.

Yo estoy dispuesto, ¿y tú?.

sábado, 12 de mayo de 2012

Travis.

No sé cómo me acordé de tí así de repente. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te ví, y podría decirse que te había olvidado. Lo siento.

Estaba trabajando, en la cocina del infierno, sin música alguna (me cargué la radio ayer y esta mañana mi móvil). Cuando te toca en la cocina, sin música, te ves forzado a realizar un auténtico tour de force contigo mismo. A mi me recuerda mucho a cuando hice el Camino; tu mente no deja de divagar y darle vuelta a mil cosas que ni siquiera sabes que llevabas dentro.

Así de cansino y aburrido es.

Así, mi mente divagaba mientras partía espinas dorsales de pollos muertos, cuando, de repente, al darme la vuelta a cerrar el lavavajillas, viniste a mi mente; Travis, el pequeño Travis.

Recuerdo cuando te encontramos, al pie de un árbol. Estabas herido, de la caída, supusimos, y justo a tu lado, yacía uno de tus hermanos, con las tripas afuera y siendo devorado post-mortem por voraces hormigas.

El mero pensamiento de dejarte correr el mismo destino fue demasiado horrible como para no decidir llevarte con nosotros. Tenías una zona del abdomen muy abultada, y te costaba horrores andar. Pero tu desparpajo, tus ganas de vivir y ese piar tan característico nos robó el corazón.

Te hicimos una cuna provisional en un zapato, bien arropado por calientes (y sudados) calcetines. Te paseamos por el puerto de Cádiz, y una niña pequeña se enamoró locamente de tí. Nos pidió por favor si podía quedarse contigo, pero como buenos padres de un hijo con malformidad o síndrome de down, te quisimos con todos tus defectos, y rechazamos su oferta.

Volvimos a casa, en coche, y piabas. Mucho. Tenías hambre, así que te alimentamos con pan de sandwich del Mercadona. Te dormiste el resto del camino.

Una vez en casa, te apañamos un pequeño nido. En esa época estaba enfrascado en un proyecto fallido de claymation, así que recogí los trozos de cartón desperdigados por la habitación y te construimos una casita a medida que decoramos con papel de periódico.

Pasamos la primera noche en vela por tu piar incesable. Nos turnábamos a ver que te ocurría, para darte algo de comer (leche con gofio a través de una jeringuilla) o preocuparnos por tu creciente bulto abdominal.

Intentamos enseñarte a volar. Nos sentábamos en la cama, y desde una altura prudencial, te lanzábamos de mis manos a las suyas, y viceversa. No se te daba tan mal para estar tan hecho polvo. Le echabas ganas.

Los días pasaron, y empeoraste. Tu piar se convirtió en un quejido lastimero. No comías, y apenas te movías. El bulto era cada vez más evidente, ocupando casi tu mitad izquierda por completo.

Así, decidimos acabar con tu sufrimiento.

No sabíamos como hacerlo. Ella me comentó que su padre, amante y conocedor de las aves, le contó que cuando se daban estos casos lo que hacían era estamparlos contra el suelo.

Me pareció una idea tan desagradable que tuve que contener una arcada.

Te tenía en mi mano. Observaba como tu respiración se volvía cada vez mas dificultosa. Te miraba. Entonces puse mi mano con delicadeza sobre tu cara. Con mis dedos índice y pulgar tapé tu pico, y esperé.

No opusiste resistencia, no te moviste un ápice.

Pasó un rato que me pareció un puto siglo, hasta que Ella me dijo "Ale... ya está". Levanté la mano y te vi, inerte. Sentí una pena intensa en mi corazón, como si se me hubiese desprendido un pedazo del mismo para siempre.

Quise llorar, pero no pude.

Quise darte la vida, y acabé dándote la muerte.

viernes, 11 de mayo de 2012

"No no, mejor escríbelo tú que me he expresado un poco owen".

Hablábamos por teléfono. Más que hablar, tonteábamos. De forma muy ligera, inconsciente. Bromeábamos sin parar, compitiendo por soltar la parida más gorda que más hiciese reír al otro. Me reí de tu cabeza loca, te reíste de mi risa atragantada. Me gustaría decir que fui el vencedor, pero, honestamente, y a espera de una revancha, quedamos en tablas.

Mientras reía, tonteaba con el portátil. El escritorio mostrando una captura de pantalla de Owen Wilson en "Darjeeling Limited", y mis dedos creando rectángulos azules con el ratón, por toda la imagen.

Entonces, en la conversación hubo un silencio. No un silencio incómodo, sino de esos compartidos y placenteros que rara vez ocurren por teléfono. Mi cerebro encontró un respiro y apartó la tontería y diversión para hacerme unas revelaciones.

Me contó el significado de muchas cosas que habían permanecido ocultas en la conversación, subyugadas por el humor y la creatividad de nuestras ocurrencias. Fue muy breve, pero intenso; el cielo se despejó de nubes y pude contemplar el horizonte.

Y entre tanta paja mental el cerebro me lanzó un directo al estómago;




"Owen Wilson con unos rectangulitos como gafas se parece a Elton John".

sábado, 5 de mayo de 2012

Humo.

- Fumas mucho...

Y tienes razón.

Antes apenas fumaba. Quizá un cigarrillo en los descansos del curro, para evadirme, deseando que el humo me llevase lejos, que empapase mis pulmones y me hiciese olvidar, por un breve instante, el zulo donde me hallaba encerrado.

Luego pasó a convertirse en un acto social, en una herramienta para acercarme a la gente y poder entablar conversación de manera natural.

Y ahí se quedó. No pasaba de unos pocos cigarrillos al día.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte me he sorprendido desayunando cigarrillos y té. Lo achaco a, como bien sabes, el tiempo de tempestades y tormentas que he vivido en estos meses. Subidas y bajadas que me obligaban a refugiarme en algo material y tangible. Algo dañino y oscuro que me recordase que estoy vivo.

Exacto, no tengo cojones para probar cosas más duras. Al fin y al cabo, amo la vida.

Y ahora, que las aguas parecen que vuelven a su cauce y que no hay razón lógica para usar mi mechero con tanta frecuencia, me hallo pasando las frías y largas noches de esta inhóspita ciudad acompañado de una botella de vino y un paquete de los cigarrillos más baratos que encuentro.

Y me pregunto; ¿por qué?, ¿qué necesidad hay, si mi corazón está tranquilo y mi mente relajada?.

La razón eres tú.

Me he dado cuenta de que asocio el fumar a momentos de placer compartidos con tu persona. A humo tras hacer el amor, a densa niebla al salir del cine, a cervezas en tu compañía. En definitiva, a tí.

Y mientras el océano se interponga entre nosotros, seguiré fumando. Un cigarrillo tras otro, hasta el momento en que tu presencia me haga olvidar el veneno, y tu esencia corra por mis venas y no necesite nada más.

Sé que el momento está cerca.

Ahora, deja que me encienda el séptimo de la noche y que te eche un poco de menos.