domingo, 18 de marzo de 2012

La muerte de Philip S. Owen.

Acabo de despertarme con el cadáver de Philip S. Owen a mi lado. Antes de abrir los ojos, un extraño olor me preveía de la situación. No era un olor a putrefacción, como podría esperarse. Todo lo contrario; un dulce olor a naftalina inundaba mi habitación. Dulce y frágil.

Giré mi cabeza y allí estaba, largo como es, ocupando la mitad de mi cama. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos a lo largo de su interminable cuerpo, y los ojos abiertos. En un principio pensé que estaba meditando; no es la primera vez que me despierto y lo veo junto a mí, ensimismado en sus pensamientos. Sin embargo, esta vez tenía la boca abierta, y sus ojos, siempre expresivos, se mostraban ausentes. Muertos.

Cualquier entendido en la materia te diría que maté a mi doppelganger. Cualquier psicólogo, que me deshice de una máscara que ya no necesitaba. Yo, no soy ni uno ni lo otro, así que solo te diré que me alegro de que ese cabrón haya pasado a mejor vida.

No me malinterpretes, no era mala persona. Sin embargo, en los últimos años, se estaba inmiscuyendo demasiado en mis asuntos. Mis amigos, siempre que quedábamos, me preguntaban si Philip también venía. Mi novia, se encariñó con él, y no era rara la vez que cuando yo trabajaba iban juntos al cine. Eso sí, a ver alguna película que a mi no me gustase y a ellos les diese la oportunidad de excusarse.

Me incorporé. Miré su cuerpo inerte y decidí actuar. Envolví el cadáver en una sábana, y lo transporté escaleras abajo. El cabrón pesa casi 90 kilos.

Una vez abajo, lo metí en el asiento trasero del coche, y puse rumbo a ningún lugar. Me encontraba extrañamente contento. Puse la radio, y como en señal de buenaventura, únicamente sonaban temas de mi agrado. Uno tras otro.

No tardé mucho hasta encontrar el lugar que, sin saber, estaba buscando; la casa del lago.




La casa del lago siempre ha supuesto algo único para mí. Allí pasé la mayor parte de mi infancia, y es uno de los pocos sitios que quedaron al margen del afán de control de Philip.

Me bajé del coche, cargué con su cuerpo hasta el embarcadero, y allí me senté. Estuve cavilando largo rato; ¿debería ofercerle un funeral vikingo?, ¿enterrarlo?. Mientras pensaba, fumaba un cigarrillo tras otro, nervioso. Más por el hecho de cómo me iba a cambiar la vida, de la libertad que supondría, que por tener que deshacerme de un cadáver.

Lo dejé afuera y entré en la casa a por algo de beber. Subí al desván, y allí estaban, esperándome; la bodega de mi difunto abuelo. Intacta. Lascivamente seductora. En honor a Philip tomé una botella del año en que nació, y tomé un largo trago.

Me sentía mejor.

Volví al lado del cadáver. El sol estaba ocultándose. Entonces decidí que hacer con él.

Nada.

Dejaría que igual que llegó, se fuese. Esperaría a su lado, como un enemigo fiel, hasta que su cuerpo se pudriese y viese como los gusanos devorasen su horrible rostro.

Me llevaría tiempo, pero no importaba. Tenía vino y cigarrillos de sobra.

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