viernes, 16 de marzo de 2012

Mordecai.

 Mordecai vivía con la familia Tenembaum, en la casa de la avenida Archer que Royal, el padre de familia, había comprado en su treinta y cinco cumpleaños.

Su mejor amigo era Richie, el más retraído y especial de la familia, por decirlo de algún modo. Cuando Richie se sentía solo, subía al tejado, le quitaba la capucha a Mordecai y le hablaba durante horas. Mordecai le escuchaba atentamente, con sus grandes ojos negros. Conseguía llegar adentro de Richie como ningún otro ser.

Una mañana, Richie sintió la imperiosa necesidad de liberar a Mordecai. Llevaba tiempo observando como sus historias, a ratos tristes y a otros aún más tristes, conseguían que el optimismo de Mordecai decayese poco a poco. Así, como toda persona que realmente ama a alguien, lo dejó ir.

Richie se situó en la esquina más al este del tejado, y con una fuerza y alegría pocas veces vistas en él, gritó;

- ¡Adelante Mordecai!






Mordecai tomó impulso, extendió sus poderosas alas y se lanzó hacia el cielo. Los vecinos que presenciaron las escena comentan que fue de una belleza tal que parecía sonar música de todas las ventanas del barrio. Una música épica, triunfal y liberadora.

Mordecai no miró atrás un sólo instante, y siguió subiendo y subiendo, hasta que los edificios más altos de la ciudad quedaron reducidos a diminutos puntos negros. Se dirigió hacia el Este, sin saber por qué. Tenía una extraña sensación de que allí le esperaba algo importante.

Voló durante largos días con sus oscuras noches sin parar a descansar ni un sólo momento. No necesitaba dormir, no necesitaba descansar, tan sólo encontrar aquello que su corazón tanto anhelaba y que llevaba guiándole desde su partida.

El día número trece, Mordecai llegó a una ciudad extraña. Parecía desierta, pero lo que realmente ocurría es que allí el tiempo pasaba muy despacio. La gente no tenía esa necesidad de urgencia de su lugar de origen, y disfrutaban de cada minuto, alargándolos como si fuese el último.
Así, se mantuvo suspendido en el aire, dando vueltas en círculo cual buitre carroñero, sin percatarse de que con cada aleteo se acercaba más al sol. No tardó mucho en sentir cómo sus plumas ardían, y cómo se precipitaba al vacío, sin remisión.

Cayó como un peso muerto. No podía mover sus alas, agotadas y quemadas, y mientras se acercaba inexorablemente a su fatal destino, pensaba;

- Bueno, al menos será en este lugar tan tranquilo. Me darán sepultura de una manera dedicada y amable.

Sin embargo, Destino hizo acto de presencia en forma de un majestuoso águila hembra que recogió a Mordecai a tiempo. Este, con los ojos aún cerrados, se sorprendió de la corriente de aire que salvó su vida, pero aún más cuando escuchó que le hablaba;

- Ya puedes abrir los ojos.

Así lo hizo, y su corazón se sobrecogió al ver tanta belleza. En ese momento, supo que había encontrado lo que llevaba buscando todo el viaje. Le fallaron las fuerzas, y cayó inconsciente.

Al despertar, ella estaba a su lado, dormida. Su ala le daba calor y cobijo, y allá dónde le faltaban plumas, las de ella se depositaban grácilmente. Ella despertó, y ambos, aves, se comunicaron con una simple mirada, y en un momento, supieron que estarían juntos por siempre.

Pasó el tiempo, y las heridas de Mordecai sanaron. Sus alas volvieron a ser las de antes, y llegó el momento de volar juntos. Subieron a lo más alto del edificio en que se alojaban. La ciudad se mostraba abierta hacia los dos enamorados, deseando ser explorada de arriba a abajo. 

Ambos se asomaron al bordillo del alféizar y miraron abajo. Con un guiño cómplice se dijeron todo lo que hacía falta y el unodostres pertinente antes del salto al vacío. Corrieron hasta el final del alféizar y en el momento antes de saltar, Mordecai reculó. Ella se vió en el aire, sola, mientras Mordecai la miraba desde arriba, asustado.

Podría ser que aún no estuviese tan curado como pensaba. De este modo, ella, paciente y dedica como pocas amantes, volvió a su lado, y pasó un largo tiempo sanando sus heridas, haciendo el amor y planes de futuro, mientras la ciudad esperaba.

Tras un tiempo indefinido para un ave, y unos cuantos años para un humano, Mordecai se sintió listo. Ambos volvieron a realizar el mismo ritual en el alféizar, y en el momento clave, Mordecai volvió a arrepentirse. Sus alas estaban perfectamente, tanto amor y reposo las habían curado. Entonces, ¿qué ocurría?, ¿por qué no podía volar?.

Esto supuso un duro golpe para ella. Sabía que Mordecai jugaría un papel importantísimo en su vida, y había dado mucho por él, sin embargo, estaba cansada. Había empleado mucho tiempo y esfuerzo en ayudarle, y ya no podía más. Sin embargo, no dijo nada, y estuvo a su lado.

Mordecai perdió la fé. Estaba con su amada, y, sin embargo, esto ya no le daba fuerzas. No se había dado cuenta de lo mucho que ella estaba haciendo por él, y se había acomodado en las noches de amor y sábanas de paja junto a ella. El miedo a volar le había vencido, y siquiera era consciente.

Al poco tiempo, una mañana que Mordecai recordará toda su vida, despertó solo. El ala que tanto cobijo le había dado había desaparecido. Salió del nido, miró al cielo, y allí estaba ella, radiante, pero, a la vez, triste. Surcaba los cielos con furia, como queriendo destrozar las nubes y al creador de todo lo bello por haber permitido que algo tan único estuviese en riesgo.

Desde las nubes, sus miradas se encontraron. Mordecai se percató de las lágrimas que surcaban el rostro de ella. Esta, permaneció flotando sobre él, y con un gruñido que sólo ellos podrían entender, vino a decir algo así;

- Lo siento, mi amor, pero no puedo más. Necesitas curar tus heridas por tí mismo. Necesitas encontrarte, ser feliz, y, entonces y sólo entonces, ambos lo seremos.

Mordecai sintió como su pequeño corazón dejaba de latir, y con esfuerzo sobrehumano, replicó;

- Pero, yo te amo. Y lo haré hasta el fin de mis días.

En la cara de ella se dibujó una sonrisa, triste por la despedida, pero esperanzadora y llena de optimismo, porque sabía que ambos volverían a verse, y que esa vez sería la buena;

- Nos volveremos a ver, Mordecai. Te estaré esperando.

Y con estas palabras, desapareció de la ciudad.

Mordecai esperó. Horas que se convirtieron en días, que pasaron a meses y tornaron en estaciones, y cuando el gélido invierno hizo acto de presencia, decidió que debía actuar.

Su miedo a volar seguía ahí, acusado por la soledad y el remordimiento de haber hecho todo de la peor manera posible, y así, decidió volver a la casa de la Avenida Archer, dónde esperaba poder volver a ser él mismo, y dar sentido a toda su vida.

Volvió andando, cómo no, y fue un viaje largo, y duro. Mientras andaba, cavilaba, pensaba mucho; ¿por qué no podía volar?, o, mejor dicho, ¿por qué no quería volar?, ¿qué había ocurrido para pasar de ser un magnífico ejemplar, digno de los elogios de los más importantes maestros de cetrería, a un ser lleno de miedo y miseria?. No lo sabía, pero su corazón le decía que iba por buen camino.

Pasó mucho tiempo para un pájaro, demasiado incluso para un humano, antes de que volviese a divisar la casa dónde nació. Una vez en el portal, miró hacia arriba, y no pudo creer lo que veía; allí estaba, Richie, con su padre, Royal. Había crecido mucho, pero no había duda, era él. 

Su necesidad de verlo de nuevo, de contarle todas sus desventuras y escuchar una voz amiga fueron tan grandes que, cuando quiso darse cuenta, estaba volando hacia él.

En el tejado, Richie y Royal conversaban distraídamente, hasta que algo familiar llamó la atención de Richie;

- Mordecai – dijo, mientras miraba al cielo.

- ¡No me jodas!- exclamó Royal, sorprendido.

Mordecai se posó a un metro de Richie, temeroso de si le recordaría.

- Has vuelto – dijo éste.

- Santo dios, ese maldito pájaro debe tener un radar en la cabeza.

- ¿Eres tú, Mordecai?. No estoy muy seguro de que sea Mordecai.

Mordecai se sintió feliz, por primera vez desde que había estado con ella.

- ¿Cómo que no? - exclamó Royal - ha venido directo hasta aquí.

Richie observó atentamente a su amigo de la infancia. Una preocupación e incertidumbre se hicieron presentes en su rostro.

- Este tiene muchas más plumas blancas que él...

Y no hubo más palabras. Ambos se miraron, y se sintieron como si el tiempo no hubiese pasado. Mordecai le contó todo lo que había vivido, y Richie le escuchó. Tras esto, Mordecai miró al cielo, de un azul infinito, y mientras Richie peinaba su plumaje decidió que se fortalecería; crecería, superaría sus miedos, y volvería a por ella. El miedo le había estado acosando durante todo su viaje, pero ahora, con la mente clara y la ayuda de un gran amigo, supo que no habría barrera lo suficientemente fuerte que contuviese el amor entre ambos.

Volvería a verla, y todo iría bien.

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