sábado, 12 de mayo de 2012

Travis.

No sé cómo me acordé de tí así de repente. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te ví, y podría decirse que te había olvidado. Lo siento.

Estaba trabajando, en la cocina del infierno, sin música alguna (me cargué la radio ayer y esta mañana mi móvil). Cuando te toca en la cocina, sin música, te ves forzado a realizar un auténtico tour de force contigo mismo. A mi me recuerda mucho a cuando hice el Camino; tu mente no deja de divagar y darle vuelta a mil cosas que ni siquiera sabes que llevabas dentro.

Así de cansino y aburrido es.

Así, mi mente divagaba mientras partía espinas dorsales de pollos muertos, cuando, de repente, al darme la vuelta a cerrar el lavavajillas, viniste a mi mente; Travis, el pequeño Travis.

Recuerdo cuando te encontramos, al pie de un árbol. Estabas herido, de la caída, supusimos, y justo a tu lado, yacía uno de tus hermanos, con las tripas afuera y siendo devorado post-mortem por voraces hormigas.

El mero pensamiento de dejarte correr el mismo destino fue demasiado horrible como para no decidir llevarte con nosotros. Tenías una zona del abdomen muy abultada, y te costaba horrores andar. Pero tu desparpajo, tus ganas de vivir y ese piar tan característico nos robó el corazón.

Te hicimos una cuna provisional en un zapato, bien arropado por calientes (y sudados) calcetines. Te paseamos por el puerto de Cádiz, y una niña pequeña se enamoró locamente de tí. Nos pidió por favor si podía quedarse contigo, pero como buenos padres de un hijo con malformidad o síndrome de down, te quisimos con todos tus defectos, y rechazamos su oferta.

Volvimos a casa, en coche, y piabas. Mucho. Tenías hambre, así que te alimentamos con pan de sandwich del Mercadona. Te dormiste el resto del camino.

Una vez en casa, te apañamos un pequeño nido. En esa época estaba enfrascado en un proyecto fallido de claymation, así que recogí los trozos de cartón desperdigados por la habitación y te construimos una casita a medida que decoramos con papel de periódico.

Pasamos la primera noche en vela por tu piar incesable. Nos turnábamos a ver que te ocurría, para darte algo de comer (leche con gofio a través de una jeringuilla) o preocuparnos por tu creciente bulto abdominal.

Intentamos enseñarte a volar. Nos sentábamos en la cama, y desde una altura prudencial, te lanzábamos de mis manos a las suyas, y viceversa. No se te daba tan mal para estar tan hecho polvo. Le echabas ganas.

Los días pasaron, y empeoraste. Tu piar se convirtió en un quejido lastimero. No comías, y apenas te movías. El bulto era cada vez más evidente, ocupando casi tu mitad izquierda por completo.

Así, decidimos acabar con tu sufrimiento.

No sabíamos como hacerlo. Ella me comentó que su padre, amante y conocedor de las aves, le contó que cuando se daban estos casos lo que hacían era estamparlos contra el suelo.

Me pareció una idea tan desagradable que tuve que contener una arcada.

Te tenía en mi mano. Observaba como tu respiración se volvía cada vez mas dificultosa. Te miraba. Entonces puse mi mano con delicadeza sobre tu cara. Con mis dedos índice y pulgar tapé tu pico, y esperé.

No opusiste resistencia, no te moviste un ápice.

Pasó un rato que me pareció un puto siglo, hasta que Ella me dijo "Ale... ya está". Levanté la mano y te vi, inerte. Sentí una pena intensa en mi corazón, como si se me hubiese desprendido un pedazo del mismo para siempre.

Quise llorar, pero no pude.

Quise darte la vida, y acabé dándote la muerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario