domingo, 8 de abril de 2012

Bread Rolls.

Resulta que, en mi trabajo, han cambiado los bread rolls. Antes parecían panes pequeñitos, ahora, parecen puta mierda. En serio, me parece un timo que vendamos semejante basura, pero así está el patio.

El caso, esta mañana estaba preparando una inmensa caja de garlic bread (antes venían 60 panes en una caja, ahora son 80), cuando, al cortar por la mitad el bread roll número 43, me percaté de que su interior parecía un coño.

No bromeo.

Al cortarlo por la mitad, lo hicieses como lo hicieses, siempre quedaba una mitad plana, y otra con una especie de hendidura que recordaba ( y no vagamente) a un coño.

Así, mientras por mis auriculares inalámbricos sonaba At least that what you said a todo trapo, mi mente se perdía dentro de ese coño de pan. Entré en un mundo de vaginas esponjosas, donde las migas hacían de colchones improvisados, y el sudor del calor del horno preveía cierta lubricación.

De repente, me vi inmerso en un lugar extrañamente familiar. Recorría calles de placer y lujuria, doblando esquinas babosas y sentándome en mullidos bancos. Era feliz. En ese lugar nada me preocupaba. Hacía mucho tiempo que no visitaba un lugar así; de ese modo, decidí quedarme.

Pasaron años, quizás lustros o siglos, no lo sé, pero disfrutaba y cada orgasmo daba paso a uno aún mayor. La miga del pan me arropaba, y los coños humanos me parecían anodinos e insignificantes.

De repente, la canción terminó, y fui consciente de que me hallaba en el trabajo, con ochenta panes cortados por la mitad; ochenta coños mirándome fijamente.

Los hornos gritaban cachondos; ¡dame pollo, méteme hamburguesas y alitas hijo de puta!.

Estaban listos.

Yo no.

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